fecha:
October 6, 2025
Autor:
Paula Andrea Ramírez Barbosa
/
Abogada
La historia del Derecho es, en el fondo, la historia de la humanidad intentando gobernarse a sí misma. Desde los antiguos códigos grabados en piedra hasta las complejas constituciones contemporáneas, el Derecho ha sido la brújula que guíala convivencia social. Pero hoy esa brújula parece temblar. No porque hayamos perdido el norte, sino porque hemos entrado en una nueva dimensión: la era dela inteligencia artificial.
Durante siglos, las normas y los jueces se apoyaron en principios inmutables: la legalidad, la justicia, la responsabilidad, la voluntad humana. Sin embargo, en la sociedad digital de hoy, decisiones que antes requerían reflexión y prudencia se están delegando, poco a poco, a sistemas automáticos. Algoritmos que evalúan riesgos, asignan beneficios, detectan fraudes o recomiendan sanciones. Decisiones que, de un modo silencioso pero profundo, reconfiguran la relación entre el ciudadano y el Estado.
Y entonces surge la pregunta inevitable: ¿puede un algoritmo tener ética?
La vieja moral del Estado y el nuevo poder de los datos.
A principios del siglo XX, el jurista francés Maurice Hauriou planteó una idea revolucionaria: la moralidad administrativa. Sostenía que el Estado no debía limitarse a obedecer la ley, sino también a actuar con integridad, lealtad y sentido del bien común. Esa moralidad institucional no era una moral privada ni religiosa; era la ética propia de lo público, una especie de conciencia colectiva que debía guiar la conducta de los funcionarios y legitimar sus actos ante la sociedad.
Hoy, más de cien años después, esa idea se ha vuelto urgente. Las administraciones públicas, enfrentadas a la digitalización acelerada, ya no operan solo con expedientes y sellos, sino con bases de datos, algoritmos y sistemas inteligentes. En ese escenario, la moralidad administrativa debe ser re escrita en clave tecnológica.
Porque la ética pública no desaparece con la automatización: se transforma. La transparencia, la imparcialidad, la rendición de cuentas y la equidad—principios que Maurice Hauriou defendía— deben ahora traducirse a un lenguaje digital. ¿Cómo se garantiza la probidad cuando las decisiones las toma una máquina? ¿Cómo se controla el poder público cuando este poder se oculta tras una ecuación?
Dela moralidad institucional a la inteligencia moral.
Brasil y Colombia, pioneros en incorporar el principio de moralidad en sus constituciones, ofrecen lecciones valiosas. Ambos países reconocen que la moralidad administrativa tiene fuerza jurídica, que puede ser invocada para anular actos injustos, aunque sean formalmente legales.
Pero la inteligencia artificial introduce un nuevo escenario: uno donde el “acto” ya no tiene un autor humano visible, sino una cadena de decisiones automatizadas. Lo que antes era una cuestión de voluntad y culpa, ahora es una cuestión de diseño y programación.
Los algoritmos, si no son auditados ni supervisados, pueden reproducir los mismos vicios que la moral pública intenta evitar: favoritismo, discriminación, desviación de poder. En otras palabras, pueden cometer injusticias sin intención. Por eso, la ética pública del siglo XXI no puede limitarse a examinar la conducta del funcionario; debe extenderse al diseño, entrenamiento y uso de los sistemas tecnológicos que median su actuar.
La moralidad institucional se convierte así en moralidad algorítmica: la obligación del Estado de garantizar que sus herramientas digitales sean justas, transparentes y comprensibles.
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