fecha:
August 6, 2025
Autor:
Paula Andrea Ramírez Barbosa
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Abogada
La promesa de la inteligencia artificial ha permeado cada rincón de la vida moderna, desde sugerir nuestra próxima compra en línea hasta diagnosticar enfermedades a partir de complejos conjuntos de datos. Ahora, la inteligencia artificial (IA) llama a las puertas de nuestro sistema de justicia penal, prometiendo revolucionar la forma en que detectamos, investigamos e incluso predecimos el crimen. Sin embargo, surgen preocupaciones legítimas sobre cómo este avance tecnológico puede impactar derechos fundamentales.
Los beneficios potenciales de la IA en el ámbito de la justicia son innegables. Imaginemos una tecnología que pudiera analizar montañas de datos para descubrir patrones ocultos de actividad delictiva, señalar irregularidades financieras que podrían indicar lavado de dinero, o incluso acelerar el análisis de evidencia forense que, de otro modo, tomaría semanas o meses.
La posibilidad de mejorar la eficiencia y efectividad de las fuerzas del orden es tentadora, y en un mundo donde la criminalidad se vuelve cada vez más compleja, la necesidad de herramientas innovadoras es crítica. Sin embargo, debemos proceder con cautela. La aplicación de la IA en el derecho penal no es una cuestión simple de eficiencia; es un profundo cambio que puede tener consecuencias devastadoras para las libertades individuales. El reciente caso de Porcha Woodruff, quien fue arrestada erróneamente debido a un fallo en la tecnología de reconocimiento facial, sirve como un escalofriante ejemplo de la falibilidad de estos sistemas. No se trata simplemente de un error técnico; se trata de la vida de una persona que se ve afectada por un algoritmo defectuoso.
Estos incidentes no son meros glitches; son síntomas de un problema más profundo relacionado con los sesgos inherentes en los algoritmos. La IA aprende de los datos, y si esos datos reflejan prejuicios sociales existentes, la inteligencia artificial no solo perpetuará esos sesgos, sino que los amplificará. Este riesgo plantea preguntas cruciales sobre la justicia y la equidad en un sistema que se basa cada vez más en la automatización.
La reciente Ley de IA de la Unión Europea, que prohíbe la vigilancia predictiva y el reconocimiento facial, ofrece un marco sensato que busca equilibrar innovación con derechos humanos. Al priorizar la transparencia, la rendición de cuentas y la supervisión humana, podemos aprovechar el poder de la IA mientras protegemos los derechos fundamentales. La clave es entender que, aunque la tecnología puede ser poderosa, aún requiere un control humano considerable para asegurar que el respeto por la dignidad y libertad individuales no se vea comprometido.
Debemos resistir la tentación de un sistema de justicia que parezca objetivo y basado en datos, que corre el riesgo de convertirse en una profecía autocumplida de vigilancia y policía sesgada. El elemento humano –el juicio, la empatía, y un compromiso con el debido proceso– sigue siendo indispensable. La IA puede ser una herramienta poderosa, pero nunca debe convertirse en el árbitro último de la justicia. Las balanzas deben permanecer equilibradas, y la humanidad debe ser la mano que las sostiene.